El nombre le viene como anillo al dedo, porque se trata de un acantilado con retadoras paredes rocosas que se empinan hacia lo alto con la misma belleza que penetran hasta el fondo del océano para clavarse en el corazón de las profundidades cual estacas que los años han solidificado.
La altura de esta inigualable pared pétrea varía desde los 500 y hasta los 800 metros y se enseñorea en buena parte de la costa oeste de Tenerife.
Para admirar de una manera cercana este acantilado resulta imprescindible el acercamiento mediante el empleo de una embarcación adecuada. Una vez que se produce la travesía usted podrá tener más firme en su memoria la enormidad de este lugar creado por la naturaleza.
Quizás también durante o después de la estancia podrá comprender por que los antepasados consideraban este lugar como algo sagrado e incluso venerado al extremo de que llegaron a considerar que el mundo tenía su fin en ese paradisíaco lugar donde sol, salitre y la fresca brisa envuelven con el apacible susurro del mar, solo interrumpido por alguna que otra ave.